En blanco y negro
Demasiado frío, demasiado lejos -parecía pensar justo antes de franquear la puerta de la cafetería y sacar de un viejo bolso de viaje un puñado de discos compactos-. Era alto, delgado, negro y debajo de sus ojos oscuros habitaba la esperanza del que ya solo puede prosperar. Lo siento, no me interesa ninguno-respondí-. Encajó otra negativa sin inmutarse, continuando su ruta por la cafetería bolso al hombro sin demasiado éxito hasta que una señora de mediana edad obsesionada con un apuesto, aunque ciegamente estúpido, cantante de rancheras le compró uno. Pidió un café con leche y fue a sentarse en la barra justo a mi lado.
Fuera, en el mundo, hacía un día de perros. Mi mañana era una sucesión de pequeños desfiles de paraguas y abrigos tras el cristal lloroso de una cafetería. Llovía a mares mientras cientos de sombras grises entraban y salían apresuradamente de frenéticos autobuses que, sin descanso, se posaban en la parada a intervalos casi regulares. Un desierto, dinámico y húmedo, pero a mis ojos desierto.
Recuerdo como una preciosa chica rubia colgaba un abrigo blanco con una delicadeza extrema, como si fuese a desmembrarse tras el menor golpe; y que mis ojos despegaron de las páginas de sociedad para revolotear discretamente entre sus rizos y sus ojos mientras apuraba mi último primer cigarro de todos los días al tiempo que él giraba pausadamente la cucharilla en el café con la parsimonia del que no espera noticias, ni buenas, ni malas, ausente.
Le ofrecí un cigarrillo dispuesto a iniciar la conversación que parecía buscar con aquel que estuviera dispuesto a escucharle y me pintó su historia a trazos leves: Senegal, hambre, miseria y veinte años. Un largo viaje hasta Marruecos oculto en un remolque. Meses esperando un barco. Todo su dinero en el billete. Después mencionó la oscura noche de alta mar, pies helados, veinte cabezas de ganado ilegal y una carrera incierta. Llevaba dos meses sin llamar a su casa.
En eso si que puedo ayudarte, chaval- le dije-, porque lo que es comprarte un disco ni lo sueñes, no me gusta ese tipo de música y además no tengo un duro para que nos vamos a engañar. Pero aquí llevo una tarjeta telefónica de esas internacionales que hace un tiempo usaba para llamar muy lejos, a una vieja amiga de la que la vida y la memoria tuvieron la insensatez de separarme. Es una larga historia con la que no quiero aburrirte, y además termina mal. Pero aquí la tienes, considéralo un regalo. Seguro que alguna espera ansiosa que alguna vez llames.
Djamila,- dijo mientras sacaba de su cartera la foto de una bonita joven con inmensos y expresivos ojos marrones-, se llama Djamila y cuando vuelva, cuando tenga suficiente dinero para recogerla viviremos juntos, en esta ciudad.
Seguro que entonces te resultarán mucho más agradables los días como hoy, e incluso puede que te pase como a mí y termines cogiéndole cariño a la lluvia.
Sonrió, me dio las gracias por el regalo y acabó el café de un trago. Ahora volvía a esperar noticias buenas o malas- me dije-, quizá volviera a darlas. Se despidió y con su maltrecho bolso de viaje salió del café, atravesando Gran Vía en busca de una cabina. Yo decidí volver a sumergirme unos instantes en los rizos de la rubia del abrigo blanco, saboreando mi buena acción del mes (del mes que la había) antes de convertirme en otra sombra gris a la espera de otro autobús.
La línea 8, como todos los días, rebosaba contrastes. Los universitarios se mezclaban con turistas de barrigas cebadas que se dirigían hacia el monasterio de la Cartuja y con algún que otro heroinómano que hacía la ruta Zaidin-Poligono quizá buscando mejores precios. Pura fusión cultural- pensaba observando una carrera de gotas en la ventanilla- no deja de ser un buen ejemplo de igualdad el hecho de que a ciertas horas de la mañana, ya se venga de la cuenca del Rhur, de Estocolmo o de Moriles todo el mundo parezca un imbécil.
Andaba poseído por tan sesudo análisis de la realidad circundante cuando volví a topar con él, y esta vez la escena era terriblemente triste: Lleno de rabia y dentro de la cabina, gritaba destrozando el auricular contra el teléfono, gritaba de puro dolor, poniendo el alma en cada golpe. Parecía llorar pero desde el autobús y con la espesa lluvia no podría asegurar que sus lágrimas no fueran las gotas que momentos antes habia visto correr por el cristal.
Decidí bajar y ayudarle, por que al fin y al cabo yo también andaba jodido y el consuelo de tontos suele ser tanto o más efectivo que cualquiera que te recete un listo, Pulsé el botón de parada y aceleré el pasó esquivando charcos. Nervioso. Raudo. Tenía que ayudar a aquel hombre ya que me sentía en parte responsable de sus lágrimas y de su sufrimiento.
Apenas quedaban ya unos cien metros por recorrer hasta la cabina cuando desde dentro de un abrigo blanco una cara redonda parecía hacer señales en la otra acera, paré en seco al reconocer abrigo y ojos.
Ella cruzó la Gran Vía dando pequeños saltos entre las franjas del paso de cebra, como si rozar entre las blancas tuviera algo de pecaminoso, se acercó y me dijo:-disculpa, olvidaste tú mechero en la cafetería. Lo guardé por que estaba segura de que volvería a verte, ¿Dónde ibas tan rápido?
Al preguntarme ella encendió el mechero girando ligeramente la cara, permitiendo que la luz de la llama se reflejara en sus ojos. Jamás había visto nada tan hermoso como aquella odiosa criatura.
A buscarlo, ¿sabes?, es un regalo-respondí.